
Completamente Nervioso
AEROBLUS (1977)
Lugar: HEAVEN STAGE BAR
BARTOLOME MITRE Nº 474 (
13/08 · Byzwka Motor Rock Bar – Paranavaí / PR
19/08 · Taliesyn - Florianópolis / SC
20/08 · Castelo Excalibur – Joinville / SC
27/08 · A Casa do Tal – Curitiba / PR
Ya dejado atrás el Festival Camping & Rock (Itabirito el 23/06) y con motivo de la 2da fecha de Patrulha do Espaço y en el margen de la presentacion en el Festival Roça and Roll (Edición 2011) les dejamos las fotos del show del 24 de Junio de 2011 en Varginha / Minas Gerais.
JUNIO
23/06 - Festival Camping & Rock, Itabirito - MG
24/06 - Festival Roça and Roll, Varginha - MG
JULIO
01/07 - Bronze, Riberião Prieto - SP
02/07 - Metrópollis, São Carlos - SP
09/07 - Stonehenge Rock Bar – Belo Horizonte / MG
13/07 - 8º Edicion del Dia Mundial do Rock de Barra do Una - Barra do Una / SP
13/07 - Oficina de Bateria - "Los grandes bateristas de rock de las decadas de 60 y 70" - Santo André/SP Zaguán del Teatro Municipal de Santo André
14/07 - Studio Rock Café, Santos - SP
16/07 - Central Rock Bar - Santo André / SP
17/07 - CCSP, São Paulo - SP
AL RESCATE DEL ROCK CLASICO
Aeroblus, progresivo sin exagerar
Dos enormes estrellas pentagonales flotan en su coloreada iluminación y abarca la mitad del escenario. Debajo y a los costados de ellas se multiplican los altavoces de toda forma y tamaño. Es la escenografía para la ansiada presentación de un nuevo grupo de rock bien pesado que formaron tres hombres conocidos en el género: Aeroblus
El día del debut la espera fue larga. Anunciado para las 23, faltaban pocos minutos para la medianoche cuando las puertas se abrieron al recital. Jovencitas con largos vestidos etéreos, jóvenes –muy jóvenes- matrimonios con sus bebés; largas melenas y otras juveniles expansiones, se codeaban con algunas personas de edad de cuya presencia no pudimos averiguar la razón. Lo cierto es que todas las generaciones presentes fueron movilizadas por Aeroblus.
No son “progresivos” en el sentido mas explícito del término. Se mantienen en la línea “clasicista” del rock and roll. La marcación es densa, violenta, insistente, exaltada. Siempre. Cuando percuten, cuando frasean en las cuerdas, cuando cantan.
Al comienzo los gustos y las opiniones estaban divididas. Algunos vivaban a Pappo (Norberto Napolitano); algunos se enardecían cuando Alejandro Medina (ex integrante del siempre recordado conjunto Manal) llevaba la voz cantante. Hubo quienes se adhirieron desde el comienzo al empuje percusivo de Rolando Castello Junior; otros pedían más y más energía...
El recital tuvo tres etapas. La primera fue casi un tanteo. Hubo preponderancias de temas rock aunque todavía faltaba algo para soltar los frenos. “Árboles difusores”, tema íntegramente instrumental, fue uno de los momentos mas interesantes sonoramente. También “Estoy completamente nervioso”, cantado por Pappo, marcó la línea fundamental que se definiría mas adelante, al igual que “Detrás del tiempo”. Luego de media docena de temas la tensión disminuyó. Un par de canciones climatizaron un momento de relajación que preparó la explosión de “Aire en movimiento”. De allí en adelante el público se movilizó y enardeció cada vez más. Como una reacción en cadena, lo que al principio fue un pequeño núcleo expansivo contagió a los alrededores, y cuando se llegó al final (con el tema que lleva el nombre del grupo, “Aeroblus” donde se insiste en afirmar “vamos a buscar la luz”) las contorsiones se habían se habían generalizado: un cierto delirio había llegado a través de los centenares de vatios expandido por los altavoces, fruto de tres músicos convencidos de lo que hacen.
Pappo (quien se iniciara en nuestros escenarios con Pappo´s Blues y que llegara ahora luego de su experiencia en Londres en diversos conjuntos) cuando toca la guitarra eléctrica parece convertirse en una estatua: sus hombros se cuadran, define una posición en su cuerpo... y hace volar los dedos o busca efectos de color que no pretenden ser originales sino efectivos. Y lo son.
Alejandro Medina ha amasado una densa experiencia a partir de Manal, pasando luego por
Junto a ellos, tras una docena de tomtones y platillos, amén de un par de bombos Rolando Castello Junior (ex integrante del grupo Made in Brazil) se contorsionó sin perder un ápice el empuje rítmico en todo el recital y tuvo algunos momentos en los que descargó contratiempos de fuerte impacto.
Pappo y Medina cantaron. Ambos lo hicieron con eficacia, más rígido el primero y con mayor soltura el segundo.
Una contra tuvo el recital: duró solamente alrededor de cincuenta minutos (quizá como consecuencia de la demora en el inicio) y concluyó justamente en el momento cuando el público comenzaba a “soltarse” y los músicos lograban una verdadera identificación entre sí. También faltó el denominado grupo soporte, Hidromiel. Les hubiera sido difícil contraponer peso con Aeroblus.
R. de P.
En el impreciso límite de la leyenda urbana y la ficción, como corresponde a un mito de una solidez fraguada en una era en que el muro no era el de Facebook sino el de cualquier esquina de barrio, la vida de Pappo está atravesada por la contradicción y el misterio. Aquellos graffiti de principios de los ’70 en La Paternal, Flores, Floresta, con el mensaje breve y concreto de Dale Pappo (remedo local del Clapton is God de Londres) fueron los primeros tornillos y tuercas ajustadas en la construcción de un Frankenstein demasiado criollo, demasiado caricaturesco, como para ser así nomás como dicen que fue. Para algunos, un monstruo de la incorrección política; para otros, un personaje hecho de nobleza, áspero y tierno al mismo tiempo; para todos, la gran bestia rock. Pero, ¿quién fue al fin y al cabo Norberto Aníbal Napolitano?
Sin que medie ninguna efeméride redonda (nació el 10 de marzo de 1950, murió el 24 de febrero de 2005), acaban de salir dos libros: 100 veces Pappo (Ed. Norma), esto es, cien anécdotas sobre el guitarrista compiladas por los periodistas José Bellas y Fernando García o, como dice el subtítulo, Las increíbles historias del último rocker argentino, y El hombre suburbano (Ed. Planeta), una ambiciosa biografía escrita por Sergio Marchi. Si bien son trabajos de diferente aliento y naturaleza, lo que domina ambos libros es el carácter documental basado en relatos orales antes que cualquier intención analítica; un gigantesco recorrido por un anecdotario grueso que ante ciertas aberraciones convoca más a una mirada piadosa y de complicidad rocker que al cuestionamiento o la condena. Un monumento al pintoresquismo. Así es con los mitos.
El hombre suburbano contiene a 100 veces Pappo. En su rastrillaje de datos, Marchi (a la sazón, biógrafo de Charly García) se desliza por un elenco de músicos, novias y managers que apuntala, reconstruye, deforma y vuelve a apuntalar los ribetes legendarios del guapo de La Paternal desde un punto de vista pasional, al menos cariñoso, y muchas veces desenfocado: la mayoría de los testimonios están contaminados por el final de Pappo, por su muerte en la ruta, y es de esa manera cómo se superponen engañosamente frases del tipo “él siempre dijo que quería vivir hasta los 50, que nunca dejaría los fierros”, etcétera. Declaraciones con el diario del lunes publicado.
El hallazgo de Marchi es el de historias realmente ocultas bajo las capas y capas de grasa de los mamelucos del taller mecánico de los Napolitano. Un punteado no cronológico y en apariencia contradictorio podría ir desde los dolores ocasionados por su estómago perforado por una úlcera hasta sus temerarias borracheras; el peronismo duro que reflejó magistralmente en temas como “El hombre suburbano” o “Trabajando en el ferrocarril” y su amistad con el Tata Yofre, el Corcho Rodríguez y otras joyas; esa pureza de postal tanguera, casi un sainete, que transmitía a partir de su núcleo familiar –la esencia italiana, los ravioli, la casa abierta, la familia numerosa, la madre comprensiva, el padre laburante y, bueno, la hermana mayor maternal y estudiosa y hasta un perro, Cactus– y sus derrapes por el jet set de Punta del Este; su condición de figura del rock argentino y su penar en 1987 por Los Angeles donde tuvo que trabajar de carpintero y mecánico para comer. Y más. Un paladín de la clase marginada por el mismo rock argentino made in Plaza Francia que coló su vozarrón en el corazón de la farándula cholula y que enterneció a una audiencia de tevé masiva en el cañoncito de Pol-ka Carola Casini, audiencia que poco antes había empezado a escudriñarlo a través de “Mi vieja”, su participación en el programa de Tato Bores, una canción de coyuntura craneada por Sebastián Borensztein que Pappo detestaba. Adrián Suar vio el filo de lo que el personaje proyectaba y diseñó un papel a su medida, casi un reality.
En fin, el tipo que violó, o casi, a una chica de 14 años que después fue su novia, el tipo que desfiguró de una piña a Lucas Martí, podía ser todo ternura y embelesar a la mismísima Martha Argerich en un extraño Año Nuevo de 1975 en Londres: por una serie de coincidencias, Pappo terminó en una mesa larga en la casa del pianista clásico Alberto Portugheis, hermano del pionero del rock nacional Isa Portugheis. Pappo e Isa improvisaron después un blues de media hora “mientras Argerich los escuchaba con atención, recostada en una cama”, cuenta Marchi. “Dio la impresión de que ese blues improvisado le había gustado.”
Esta clase de reconstrucción son las perlas que se imponen por sobre un derrotero por momentos redundante de “pedos, cabaret y groupies”. La palabra pedo aquí habrá que tomarla en su doble acepción, flatulencia y borrachera, y se enmarca en un tono muy Marcelo Tinelli que llega a límites insospechados como el duelo que tuvo con la Mona Jiménez para ver “quién la tenía más grande”. Va textual del libro:
–Mona, me dijeron que la tenés muy grande. ¿Es verdad? –preguntó El Carpo.
–Seeee, así dicen –contestó el cuartetero.
–Te apuesto 100 dólares a que la mía es más larga.
–Si vos querés perder...
Quedaron solamente los varones y procedieron a la medición. Pappo, que había sido el de la apuesta, tuvo que tomar el primer turno, y mostró lo suyo, que era algo de considerables dimensiones de acuerdo a diversos testigos. El séquito de La Mona comenzó a reírse.
–Ay negrito –le dijo La Mona–. Por ser vos, esta vez no te voy a cobrar.
Pappo no pudo creer lo que vio. Y se declaró perdedor de aquella apuesta. Entre risas, todos fueron a ver el show de La Mona, que contó con Pappo como invitado especial.
La “respiración” del libro, tal vez en sintonía con la vida de Pappo, se debate entre lo que Andrés Calamaro llamó el spinaltapismo (Spinal Tap fue la película de Rob Reiner que narró magistralmente el patetismo de las estrellas de rock) y la cultura popular más profunda, genuina y brutal que conlleva nuestro querido y meandroso rock. Porque si por momentos esa respiración, ese ritmo, abruma como un viaje de egresados a Bariloche, una despedida de soltero o alguna otra calamidad por el estilo, oculto debajo de estas historias mínimas y máximas late un artista formidable. Un músico enorme que no necesitaba la mano redentora de B. B. King para ser quien fue. Es cierto que el profuso anecdotario es insoslayable y de algún modo completa la obra y sirve para galvanizar el mito, pero el genio ya estaba definido en los primeros cuatro discos de Pappo’s Blues o, si se quiere, en las dos primeras grabaciones en las que cantó temas propios: “La estación” y “Nunca lo sabrán”. ¿Cómo un hijo de inmigrantes con más conocimiento de bujes y rulemanes que de música popular lograba tanta solidez compositiva, tanta cohesión poética, tanta destreza instrumental? A Pappo lo salvó su inmensa curiosidad y ambición. Sin ser hippie, se camufló en el ambiente de Plaza Francia y alrededores para aprender (él veía en los collares del símbolo de la paz el isotipo de Mercedes-Benz); orejeó el lirismo de Pipo Lernoud y después el de Javier Martínez y Luis Alberto Spinetta; escuchó con rigor los discos de Cream y de Jimi Hendrix; aprendió yeites de Claudio Gabis y cada vez que pudo, con mucho dinero o nada, viajó por Europa y los Estados Unidos en plan de bohemia, conquista y búsqueda de información.
Ahora que está canonizado, no hay que olvidar que en los ’70 Pappo representó, digamos, la pata en la fuente de un rock bien pensante aún en su contracultura. Lo de él era “rock cuadrado”, “rock cabeza” se diría ahora. En el desprecio, que incluía una poderosa dosis de descalificación clasista, se agigantaban la erudición de Charly García (los arreglos vocales del último Sui Generis o de Porsuigieco, el sinfonismo de La Máquina de Hacer Pájaros), la lírica de Spinetta (en su arista más heavy con Pescado Rabioso o más porteña y jazzera con Invisible y Jade), el compromiso y la apertura rítmica de León Gieco, la actualización sonora de Raúl Porchetto, etcétera. Pappo se fue fortaleciendo con una propuesta monolítica de rock y blues: el público de los márgenes, los desangelados del Rodrigazo, advertían que “Siempre es lo mismo, nena”, “Fiesta cervezal”, “Sucio y desprolijo”, “Tren de las 16” o “Trabajando en el ferrocarril”, tenían más que ver con sus vidas rotas que una nota de divulgación ecológica del Expreso Imaginario sobre cómo lograr humus en el jardín de tu casa. A su vez, la lírica intuitiva de Pappo alcanzaba en aquellos años niveles sorprendentes, tal vez por la ausencia de tics intelectuales y de toda forma contaminante. En un notable texto de vindicación poética escrito por el periodista Pablo Schanton, publicado en la revista La Mano en 2008 e incluido en su totalidad en 100 veces Pappo, luego de citar la extraordinaria frase “No soy quién para ser / todo lo que soy” (del tema “Algo ha cambiado” del disco Pappo’s Blues I), se lee: “Aparenta decir una pavada, pero en el contexto de una experiencia alucinógena cobra un sentido ontológico, algo parecido a darse cuenta en un desayuno de que Ser no es sólo una marca de yogur. El Lernoud más whitmaniano seguro que envidia esa compleja simpleza de Pappo”.
Esos años, esos primeros discos, fueron los cimientos exclusivamente musicales del mito. Un repertorio sin artificios. Hay otros, extraartísticos, que sirven para diferenciarlo del lote de mártires del rock argentino. Si bien de casi todos –Tanguito, Miguel Abuelo, Luca Prodan y Federico Moura– se puede aplicar esa frase oblicua y algo turra que es “murió en su ley”, el caso de la leyenda Pappo está abonada por una condición argentinísima, que el tango reflejó extendidamente: su relación con la madre y con el barrio. Ocurrió con Gardel, el Abasto y doña Berta; ocurrió con Sandro, el sur (Valentín Alsina y Banfield) y Nina; ocurrió con Pappo, La Paternal y Angelita. Es cierto que viajó, vivió, formó bandas e intentó la legitimación en los Estados Unidos e Inglaterra, pero siempre volvía: su casa de Artigas y Camarones fue el Aleph donde diseñó la truca de la adolescencia eterna. Esa clase de lealtad, galvanizada por Troilo en su célebre poema que empieza “dicen que me fui de mi barrio; pero cuándo, si siempre estoy llegando”, es uno de los soportes ideológicos más imperturbables de las murgas, las hinchadas de fútbol y el rock chabón. Y, particularmente, de Pappo: la casa, el taller, la vieja.
Pappo merecía una biografía; ya la tiene. Entre la revelación de aspectos inverosímiles (el día que tocó para el padre Mugica en la Villa 31 desde el techo de una casilla con Spinetta en el bajo y Pomo en batería, por caso) y el relato de las maratones de cabaret, drogas, fierros, riñas y alcohol, El hombre suburbano vuelve a poner en la palestra las idas y vueltas y los círculos de un hombre que pagó con su cuerpo las contradicciones del mismo género que enalteció: el rock. Entre aristas poco difundidas (la muerte de un hermano, su casamiento en 1977, un hijo que no llegó a nacer) y tópicos más clásicos como la violencia alrededor de Riff o los celos artísticos con Jaf, el libro tiene ritmo, data, se lee como una larga cronología comentada y, al pasar, opera como un relato de la mutación del rock argentino en rock nacional: es decir, de ser ghetto perseguido a ocupar el centro del poder. La parábola de Pappo es clara: aunque apolítico, en los ’70 fue junto a Billy Bond y otros una manifestación asépticamente peronista; en los ’90, como Charly, se dejó cautivar por el menemismo más rancio.
En 100 veces Pappo se reconstruyen unos diálogos que marcan su compromiso político:
En 1995, al día siguiente de la votación que determinó la segunda presidencia de Menem, Pappo almorzaba con Alvaro Villagra y el técnico asistente, “Manza” Esaín. En pleno mastique, le pregunta a “Manza”:
–¿Vos a quién votaste?
–A Bordón.
Ahora mirando a Villagra, suelta:
–¿No ves que es un pelotudo?
A Manza, de nuevo:
–A ver, decime: ¿con qué presidente volvió la Fórmula 1? ¿Y con qué presidente vinieron los Rolling Stones?
Este héroe de la clase trabajadora que fue ovacionado en el Madison Square Garden se quejaba poco antes de su muerte de que nadie lo reconocía como artista, de que la Argentina era un país injusto. “Mucha leyenda, pero los discos no se venden”, decía amargamente. Aspiraba a resurgir con Buscando un amor, el disco que le produjo el Corcho Rodríguez. Ansiaba que ocurriera un déjà vu del suceso desatado en 1992 con Blues local, álbum que a través de “Mi vieja” lo transversalizó, lo rescató de cierto olvido y lo elevó a un muñeco Jack de sí mismo, apto para todo público.
En una de las últimas entrevistas dijo que el blues era un buen género para envejecer. No pudo ser: jugando en la ruta con su hijo Luciano se pegó el palo con la moto.
Entonces se dijo, se escribió, se repitió hasta el cansancio la frase ladina: que murió en su ley.
Pappo no tenía ley.
Todos los fragmentos de estas páginas están tomados de Pappo. El hombre suburbano de Sergio Marchi.
Por Mariano del Mazo
Domingo, 27 de marzo de 2011
Página 12